Democracia y educación (1)
«Democracia y educación». Este sintagma, democracia y educación, me trae de inmediato a la memoria la vida, los escritos y la actuación de John Dewey, uno de los pensadores más importantes de los últimos cien años, quien dedicó la mayor parte de su reflexión y su tiempo a estos asuntos.
Dewey parece haber considerado que una reforma de los primeros niveles de la educación podía provocar cambios sociales significativos. Podía abrir el camino a una sociedad más justa y libre, una sociedad en la cual, citando al propio Dewey, «el objetivo último de la producción no sea la producción de bienes, sino la producción de seres humanos asociados entre sí en términos de igualdad»
Ello incluye, naturalmente, la educación, que fue una de sus preocupaciones más constantes. El objetivo de la educación —citando ahora a Bertrand Russell — es «lograr que se perciba el valor de la realidad ajena a la dominación» con miras a crear «ciudadanos sabios de una comunidad libre» y estimular una combinación de ciudadanía, libertad y creatividad individual. Ello significa que contemplamos a un niño «del mismo modo que un jardinero contempla un árbol de pocos años, esto es, como algo que posee una determinada naturaleza intrínseca, que lo hará desarrollarse hasta adquirir una forma admirable, siempre que se le dé el suelo, el aire y la luz adecuados»
Si se llevaran a la práctica, estas ideas podrían crear seres humanos libres, cuyos valores no serían ya el acaparamiento y la dominación, sino la asociación libre en términos de igualdad, de distribución equitativa, de cooperación, de participación igualitaria en la realización de unos objetivos comunes, que se han determinado democráticamente.
Tanto Dewey como Russell sentían simple desprecio por lo que Adam Smith había llamado la «máxima abyecta de los señores de la humanidad: todo para nosotros, y nada para los demás»; sin embargo, hoy se nos enseña a sentir admiración y devoción por este principio rector, ya que los valores tradicionales se han debilitado por culpa de un ataque incesante e implacable, liderado, en las décadas más recientes, por los denominados «conservadores» y su «nuevo espíritu de la época: hazte rico, olvídate de todo menos de ti mismo».
Thomas Jefferson ya atisbó hacia 1816 una lectura de la realidad similar. Lo hizo, por tanto, antes de que la Revolución Industrial se hubiera asentado en las antiguas colonias, pero por entonces ya podía empezarse a ver por dónde iban a ir los tiros. En sus últimos años, al observar el desarrollo de los acontecimientos, se sintió muy preocupado por el destino del experimento democrático. Temía el ascenso de una nueva forma de absolutismo, aún más ominosa que la que habían derrotado durante la Revolución Americana.
Jefferson quiso separar entonces a los que llamaba «aristócratas» de los verdaderamente «demócratas». Los aristócratas son «los que temen al pueblo y desconfían de él, y quisieran alejarlo de todas las formas de poder y darlas a las clases más privilegiadas». Los demócratas, en cambio, «se identifican con el pueblo, confían en él y lo tienen en alta estima, considerándolo el depositario más honrado y fiable del interés público», si no «el más sabio».
Los aristócratas de su tiempo eran los santos patrones del naciente estado capitalista, que Jefferson veía con gran desprecio, reconociendo a la legua la evidente contradicción que se produce entre la democracia y el capitalismo; desde luego, es así en lo que atañe a lo que podríamos denominar «capitalismo real», es decir, el que está guiado y financiado por poderosos estados desarrollistas, como los de Inglaterra, los Estados Unidos y, de hecho, muchos otros lugares.
La diferenciación de aristócratas y demócratas fue desarrollada cerca de medio siglo más tarde por el pensador y político anarquista Bakunin, quien predijo que la naciente inteligencia de su época se decantaría por una de entre dos opciones posibles:
- a) La primera consiste en explotar las luchas populares para tomar el poder estatal, dando origen a lo que llamó la «burocracia roja».
- b) La segunda opción, paralela a la primera, la seguirán los que descubran que el poder real reside en otro lugar, y se erigirán en «los vendidos de la clerigalla», como los denominaba la prensa obrera de la época.
Estos últimos servirán a los dueños auténticos, dentro de un sistema de poder privado protegido por el estado, ya sea como administradores o bien como apologistas de las democracias capitalistas estatales, quienes, en definición de Bakunin, «le zurran la badana al pueblo con el mismo bastón del pueblo».
En una sociedad democrática y libre, según Dewey, los trabajadores deberían ser «los dueños de su propio destino industrial», y no herramientas alquiladas por los empresarios. Coincidía, en las cuestiones fundamentales, con los iniciadores del liberalismo clásico y con el sentir democrático y libertario que había animado a los movimientos obreros y populares de la primera Revolución Industrial, hasta que fueron finalmente destruidos por una combinación de violencia y propaganda.
En el ámbito de la educación, por tanto, Dewey consideraba que era «antiliberal y amoral» el formar a los niños para que trabajen «sin apelar a la libertad ni a la inteligencia, sino en nombre del salario», en cuyo caso su actividad «no es libre, puesto que no la han escogido libremente».
En consecuencia, proseguía Dewey, la industria debe pasar «de un orden social de carácter feudal a uno democrático», controlado por los trabajadores y regido por la asociación libre. Nuevamente, encontramos ideales propios de la tradición anarquista y herederos del liberalismo clásico y la Ilustración.
Es importante recordar que el tipo de ideas que formulaba Dewey son tan «americanas» como la tarta de manzana. Se originaron, en efecto, en tradiciones muy nuestras, en su mismo meollo; no recibieron la influencia de ninguna peligrosa ideología extranjera; se originaron, como digo, en una tradición muy valiosa, a pesar de que se la suele deformar y olvidar.
Continuará…
Extracto del libro La des-educación de Noam Chomsky