Estados Unidos (1): la sociedad del crédito
«¿Tú qué método vas a utilizar, la bola de nieve o la avalancha?».
Aunque hay a quien esta pregunta le pueda parecer un auténtico jeroglífico, lo cierto es que ambos se tratan de métodos populares en Estados Unidos para el pago de las deudas. En el primero, se van saldando los impagos empezando por el de menor cantidad. En el segundo, se priorizan las deudas en función de los intereses, es decir, primero se paga aquel préstamo que más nos está penalizando en el cobro. Sea como sea, este es tan sólo un ejemplo de la ingente literatura de motivación y el uso de términos para dulcificar una realidad: buena parte de la sociedad estadounidense no sólo vive con el agua al cuello, sino que lo tiene plenamente normalizado.
Según un estudio sobre la deuda del consumidor de 2019, la deuda personal promedio por estadounidense era de 90.460, un récord obtenido tras un crecimiento del adeudo del 19% en tan sólo una década.
Si bien la generación más castigada por edades era la X (entre los cuarenta y los cincuenta y cinco años), con unos 136 mil dólares que deben por cabeza, aquellos situados entre los dieciocho y los veintitrés años ya acumulaban casi 10 mil dólares por individuo. En general, se calcula que el 60% de los consumidores dispone de tarjeta de crédito y el 30%, por ejemplo, tiene un préstamo de financiación por un automóvil. Dicho estudio, por otro lado, remarcaba que, pese a que la deuda era histórica, el credit score había mejorado.
Puntuación crediticia (credit score)
El credit score es un sistema en el que están incluidos la mayoría de consumidores estadounidenses y del que no tienen escapatoria posible. Se trata de una puntuación situada entre los 300 y los 850 que representa la solvencia de esa persona en función de lo que llaman historial crediticio: número de cuentas abiertas, cantidad total de deuda personal a base de créditos, refinanciaciones de la misma, así como otros factores. Cuanto más alta es la puntuación, más facilidades para acceder a nuevos préstamos a mejor interés. Cuanto más baja, más intereses por pagar o dificultades para acceder a préstamos. Es decir, el criterio es altamente punitivo; mientras que penaliza a quien menos tiene, condenándolo a pagar más por cualquier cosa, ofrece todo tipo de facilidades a quien ya de entrada no tendrá ningún problema en adquirir aquello que desee o necesite.
Existen estimaciones que cifran en hasta un millón de dólares el coste de tener una calificación crediticia baja a lo largo de la vida. Alguien externo a esta sociedad podría pensar en optar por vivir al margen de pedir créditos para no entrar en otra espiral de pobreza; sin embargo, el credit score es un elemento más de la telaraña que el sistema teje con el objetivo de retenerte en él.
Si bien en capítulos previos se ha esbozado, por ejemplo, que incluso siendo pobre básicamente debes adquirir (y por tanto endeudarte) un vehículo para poder salir del gueto y comprar comida, otra particularidad, a bote pronto, es la siguiente: en Estados Unidos es prácticamente imprescindible tener una tarjeta de crédito para realizar operaciones básicas como, ¡sorpresa!, alquilar un vehículo.
La puntuación crediticia se puede llegar a revisar para contratar servicios tan básicos como una línea de teléfono móvil, televisión por cable o incluso a la hora de intentar alquilar un apartamento. Si no tienes ninguna valoración o es baja, las empresas suelen establecer sus propias reglas, que suelen ser condiciones más restrictivas para acceder a dichos bienes y servicios (como un mayor depósito inicial o fianza).
Por ejemplo, una persona en principio solvente por su nómina, que acaba de llegar al país y con una economía normal puede llegar a tener que pagar más fianza o incluso alquiler por no tener valoración crediticia. También está la opción de que directamente te declaren no apto. En el caso de las tarjetas de crédito, por ejemplo, la puntuación crediticia suele determinar la tasa de interés que van a aplicarte, así como el límite de crédito que puedes gastar. Es decir, este sistema supone que, ante un mismo servicio o bien de consumo, el pobre acabe pagando más que el rico.
Se calcula que aproximadamente el 90% de los principales prestamistas se guían por esos tres dígitos para decidir acerca del ciudadano, lo que supone, según la corporación que los desarrolla, que estos influyan en más de 13 mil millones de decisiones crediticias cada año. Es preciso destacar, no obstante, que una investigación de la Oficina de Protección Financiera del Consumidor en 2015 descubrió que 45 millones de estadounidenses, el 20% de la población adulta, caen en la categoría de crédito invisible o no calificable, en su mayoría minorías y hogares con bajos ingresos. Es decir, ni tan siquiera son considerados consumidores de pleno derecho. Si tener un credit score bajo penaliza al individuo, el no tenerlo directamente le aboca a acudir a empresas con prácticas de financiación más abusivas, prestamistas que se aprovechan de su situación económica, ahondando aún más en esa espiral de pobreza.
Pero vayamos al origen de este sistema. Esos tres dígitos tan determinantes en la vida del estadounidense promedio fueron creados en 1956 por la Fair Isaac Corporation (FICO) a partir de sistemas informáticos y software que predicen los resultados basándose en diferentes variables. A su vez, Fair Isaac otorga licencias de su tecnología a las agencias de informes crediticios, quienes agregan sus propios datos y programas para producir las puntuaciones de crédito (las principales son Transunion, Equifax y Experian). Es decir, es un sistema puramente privado con el cual Fair Isaac se ha hecho de oro vendiendo más de 10 mil millones de puntuaciones sólo desde 1985.
En enero de 2017, una investigación de la Oficina de Protección Financiera del Consumidor reveló que dos de esas agencias, Transunion y Equifax, habían estado mintiendo a los consumidores y se les impuso la correspondiente multa. Ambas agencias habían tergiversado los informes de las puntuaciones, dándoles a los consumidores un resultado diferente al que entregaban a los prestamistas.
Por ley, los consumidores deben poder consultar el informe sobre ellos mismos de manera gratuita una vez al año. Equifax, además, estaba insertando anuncios para seguir lucrándose a costa del único acceso anual gratuito que los ciudadanos tienen a sus propios datos. Por si fuera poco, ese mismo año, Equifax reveló que había sido víctima de un «hackeo» que habría afectado a más de 145 millones de estadounidenses, aproximadamente dos de cada cinco (es práctica común que los «hackeos» sean motivados a una intencionada mala programación software para así poder vender los datos a terceros).
«La realidad hoy es que, si tiene un archivo de créditos, su información probablemente esté en la dark web», aseguró el miembro de la Cámara de Representantes republicano por Carolina del Norte, Patrick McHenry, en una audiencia sobre este tema en febrero de 2019. Es decir, según los propios representantes políticos estadounidenses, es muy posible que la información financiera y personal de todo ciudadano haya sido expuesta y/o compartida en la llamada internet oscura; esa parte de la web a la que un usuario convencional no sabe ni puede acceder puesto que está intencionalmente oculta a los motores de búsqueda y que en ocasiones se utiliza para acciones delictivas. McHenry incluso reconoció que el sistema «está roto», no funciona. Además de todo lo expuesto, hay que tener en cuenta lo siguiente: se calcula que aproximadamente uno de cada cinco informes de puntuación crediticia contiene algún tipo de error, según la propia Comisión Federal de Comercio.
Cualquier inexactitud en este sentido no es baladí. Cada información adversa que supone un descenso en la puntuación crediticia, como una refinanciación de deuda, permanece en dichos informes durante siete años. Durante ese tiempo seguirás siendo penalizado cada vez que pretendas pedir un crédito, al margen de si, tras ese traspiés, tu historial de pago es impecable, tu sueldo ha aumentado o directamente te ha tocado la lotería. Como vemos, otra vez un sistema completamente disfuncional, que sirve de lucro a unos pocos, que no tiene un control público efectivo y que, sin embargo, es determinante en la vida del ciudadano de a pie –quien ni pincha ni corta en todo este asunto–.
Lo desesperante del tema es que, ya en los noventa, las agencias de crédito eran la principal queja ante la Comisión Federal de Comercio. Ante esto, el dos veces precandidato rechazado por los demócratas para la presidencia, Bernie Sanders, presentó en 2019 un plan para crear un registro público de crédito que utilice «un algoritmo público y transparente para determinar la solvencia y que elimine los prejuicios raciales en las calificaciones». Gracias a esto, Joe Biden presentó una propuesta para implementar una agencia pública.
Ni existe un plan concreto para llevarlo a cabo ni mucho menos los expertos lo consideran una prioridad de su Gobierno. Mientras, las agencias, para contrarrestar las críticas, anuncian el lanzamiento de productos que incorporan información adicional en el informe crediticio; como el historial de pago del teléfono o servicios públicos para, según ellas, hacerlo más justo y completo.
Otras empresas proponen incluir información de las redes sociales, laboral o educativa de los consumidores. Esto es, utilizar como Gran Hermano la sesgada inteligencia artificial para acabar con el sesgo actual. Una gran idea revolucionaria y para nada inquietante –léase el sarcasmo– en pro del «consuma, pague y endéudese». Money, money, money.
Extracto del libro Esclavos Unidos de Helena Villar